Vivimos tiempos difíciles. La crisis económica afecta con dureza a millones de personas en España y los ciudadanos, además, sentimos que nuestro sistema representativo sufre también una crisis, que nuestra democracia ha perdido calidad.
La relación entre gobernantes y gobernados es uno de los hilos conductores de la historia de la humanidad y uno de los principales temas de interés en la Época Contemporánea. De hecho, en los orígenes del liberalismo y de la construcción del Estado liberal en Europa y América se discutieron intensamente la filosofía y los criterios que debían incluir/excluir, elegir/seleccionar a los ciudadanos en la esfera pública. Y, dentro de ello, también se polemizó sobre el perfil y el papel del representante político ideal.
En la actualidad, leemos y escuchamos de forma recurrente términos como “decepción”, “descrédito” o “desconfianza”, referidos todos ellos a la relación entre los ciudadanos y los políticos, fundamentalmente de los partidos que gobiernan o han gobernado. Se trata de un discurso crítico que fija su atención tanto en los valores de la ética política como en los mecanismos que organizan la representación política y articulan la participación ciudadana. Ante esto, el afloramiento de casos de corrupción combinado con la crisis económica y social ha originado respuestas desiguales que, por el momento, sumen en el pesimismo a una parte de la ciudadanía.
Desde abajo, tanto los movimientos ciudadanos como las redes sociales piden o exigen la renovación de las reglas del juego, “inter” e “intra” partidos. También lo hace un sector de la opinión pública. A aquellos/as se suman, en ocasiones con iniciativas legislativas, algunos partidos minoritarios que no han accedido al poder. Los cambios planteados atañen, de forma especial, a los mecanismos para la elección de los candidatos y a las fórmulas para la conversión de los votos en escaños. Se busca, con ello, una mayor/mejor representatividad, es decir la cercanía de los elegidos a los electores y que los primeros respondan de su gestión ante los ciudadanos de su circunscripción. Al mismo tiempo, en el marco establecido por la Constitución, ha aumentado la participación ciudadana a través de la Iniciativa Legislativa Popular y de las manifestaciones, si bien en dichos ámbitos, las propuestas y presiones para la reforma se dirigen al ámbito socioeconómico más que a la mejora del sistema representativo.
Desde arriba, sin embargo, los partidos políticos mayoritarios, sólidamente representados en las instituciones, no proponen cambios significativos en la búsqueda de la calidad democrática. En la esfera del Gobierno, éste no apoya el Referéndum como mecanismo de participación directa de la ciudadanía, máxime ante decisiones que, planteadas por la Unión Europea, suponen una cesión de soberanía. Por otra parte, las formaciones mayoritarias parecen ancladas en la “ley de hierro” que Michels enunció a comienzos del siglo XX ante el surgimiento de la política de masas. El rechazo de unos y la poca convicción de otros a las elecciones primarias son, por poner un ejemplo, una muestra del problema. Junto a ello, la escasa o nula asunción de responsabilidades políticas ante las acusaciones de corrupción trasladan a la ciudadanía la idea de que la “aristocracia” partidista posee una débil cultura democrática. Y sólo se aprecian tímidas propuestas a la hora de ofrecer transparencia en la gestión del dinero público. Los partidos políticos mayoritarios son considerados, cada vez por más ciudadanos, un fin en sí mismos, en lugar de lo que deben ser: un instrumento que, a partir de un proyecto ideológico, gestione con eficacia y transparencia los recursos en beneficio del interés general.
Durante el largo Ochocientos se esgrimieron argumentos para excluir de la ciudadanía política a emigrantes, mujeres, analfabetos, pobres o personas de etnias distintas. En la actualidad, en cambio, los discursos de los partidos son, en su mayoría, inclusivos, pero en la práctica aumenta la distancia entre sus palabras y sus actos. Hay, sin duda, una crisis de representación. O quizá se trate de una nueva forma de representación, “en diferido”.