Esta mujer de ojos tremendamente claros se llamaba Teresa Gabarre. Eso dice al menos su “carnet antropométrico”, un documento que el estado francés obligó a llevar a todos los nómadas desde que una ley de 1912, aún vigente en 1968, tipificó legalmente esta figura.
Es una muestra de cómo se trató en los países liberales y democráticos de Europa, antes y después de la Segunda Guerra Mundial, a una numerosa comunidad gitana trasnacional, que tenía en el viaje su forma de economía y de vida.
Toda la obsesión criminológica de la cultura occidental en torno a una serie de sujetos considerados «enemigos internos» , esos “asociales” que supuestamente ponían en peligro el orden, puede verse materializada en esta clase de documentos.
En Francia estos carnets incorporaban, junto a las fotos de perfil/frente, de clara factura policial, numerosos datos (nombre, apodo, país de origen, fecha nacimiento) y señas antropométricas: altura del talle y busto, altura y anchura de la cabeza, diámetro bicigomático, longitud de la oreja derecha, longitud de los dedos medio y auricular izquierdo, longitud del codo izquierdo, etc. Por supuesto, también las huellas digitales (puede encontrarse un comentario preocupado por la criminalización implícita, en J.P. Clebert: Les Tziganes, 1961).
Existían carnets individuales y grupales, estos últimos responsabilidad del jefe de familia, y, cada vez que un gitano entraba o salía de una localidad, no ya del país, debía presentarse en la policía para que se le concediese permiso.
En el carnet de Teresa hay ¡76! páginas de apretadas cuadrículas rellenas con las visas que necesitó ( que pudo conseguir) entre 1934 y 1939.
Durante la Segunda Guerra Mundial el régimen nazi empleó con los gitanos los mismos procedimientos que con los judíos: detenciones, guetos, campos de concentración, ensayos médicos y exterminio; sin embargo, su reconocimiento como víctimas del Holocausto tendría que esperar décadas. Después de 1945 los supervivientes no pudieron hacer otra cosa que intentar pasar desapercibidos, puesto que, ya fuera en la Alemania vencida o en el territorio de los países vencedores, las leyes que convertían a los gitanos en objeto de especial persecución policial continuaron en vigor, con completa independencia del calibre del dolor humano causado por la persecución racial.
Frente al embotamiento de la lógica legislativa liberal, la imaginación fue el camino por el que se aventuraron algunos de los primeros activistas romaníes. Si el carnet antropométrico aprisionaba a su portador, otro documento alternativo pretendió liberarlo. Ionel Rotaru, fundador de la Communauté Mondiale Gitane, creó un pasaporte concebido como garantía del nomadismo legal, una carta de identidad que garantizara a un pueblo sin territorio el reconocimiento político necesario para atravesar fronteras. Solo unas bandas con los colores de la bandera gitana los diferenciaba a primera vista de los pasaportes comunes: para cuando en 1970 unos gitanos polacos fueron detenidos en Francia por emplear estos títulos, ya De Gaulle se había ocupado años antes de ilegalizar la asociación creada por Rotaru.
Algunas ideas, no obstante, tienen más recorrido que las leyes que las prohíben.